martes, 29 de noviembre de 2011

¿Por qué miente la Secretaría de Marina?

por Pedro Salmerón*

Más de tres días después de buscar crónicas, noticias o informes de los sucesos de que fui testigo el viernes en la noche en Matamoros, Tamaulipas, finalmente los encuentro por todos lados en la mañana de hoy. Muy bien: ahora me entero de que fue detenido el hijo de un peligroso capo y otros cuatro criminales. Si así fuera, a secas, no quedaría sino aplaudir: me consta que los hombres del Ejército y de la Marina –la mayoría de ellos- se entregan con patriotismo y dedicación a un trabajo sumamente peligroso y, sin duda, necesario. Sin embargo, la noticia está plagada de mentiras, algunas de ellas innecesarias, de modo que tengo que preguntarme ¿por qué miente la Armada de México?

Las noticias aseguran que los marinos llegaron al inmueble –el hotel Residencial, a unos pasos del puente Internacional- atendiendo a una denuncia anónima, según la cual estaban presentes en una fiesta varios miembros del Cartel del Golfo. Al llegar los marinos al lugar, detuvieron a tres vehículos en que huían los cinco criminales –ya no digo “presuntos”, porque hace tiempo que en este país se nos olvidó la presunción de inocencia-, que fueron detenidos en posesión de varias armas de fuego.

Pues, con perdón, eso no es exacto, o al menos, es sesgado e incompleto: me consta que marinos y policías realizaron un operativo que duró tres horas en el interior del hotel –donde, por cierto, se hospedaban numerosos oficiales de la PFP-. No sé qué ocurrió adentro, pero me consta también que no fueron cinco detenidos sino, por lo que alcancé a ver, una veintena ¿Quiénes son? No sé, no los conozco, nunca los había visto ni creo verlos nunca, ni a sus esposas e hijos, a los que vi llorar, aterrorizados, cuando salieron en estampida del hotel tras la retirada de los marinos, pero, repito, no eran cinco los arrestados sino mucha más. A juzgar por lo que vimos, todos los varones asistentes a la fiesta en cuestión –un bautizo.

Por lo que he visto a lo largo de tres días, a nadie, salvo a mí, le importa el hecho. Salvo a mí y a las familias, pero esas no denunciarán: ayer mismo vimos lo que ocurre con quienes denuncian hasta las últimas consecuencias, como don Nepomuceno, asesinado a mansalva. ¿Por qué nos va a importar la detención de una veintena de individuos, el llanto, el terror de sus hijos, si uno, dos días antes fueron tirados –literalmente- más de veinte cadáveres en Guadalajara, otros tantos en Sinaloa?

¿Donde están los otros detenidos? ¿Ya los soltaron con el consabido “usted disculpe”? Si ya pasaron tres días, ¿por qué no los presentan? Si se trata de criminales –como los cinco presentados- ¿por qué no los muestran como un triunfo, que todos aplaudiríamos?

¿Por qué miente la Armada de México?, ¿qué necesidad tiene de hacerlo? Espero que los otros detenidos sean liberados, si así corresponde; o sean presentados ante las autoridades correspondientes y se les aplique todo el peso de la ley, como a los cinco presentados, pero ¿donde están? ¿Será que fui testigo de una desaparición masiva? ¿Será por eso que miente la Secretaría de Marina –no los marinos de a pie que realizaron el operativo-?

¿Por qué soy el único al que le interesa, al parecer? Mentí en anteriores comunicados, sin querer. Mentí cuando dije que no tuve miedo ese día. Sí lo tengo: mañana te puede tocar a tí o a mí. Mañana los que pueden llorar, aterrorizados, pueden ser mis hijos. Toco madera.


*Doctor en Historia por la UNAM. Actualmente da clases en el ITAM.

sábado, 26 de noviembre de 2011

Dibujos rápidos de un fin de semana relativamente despejado



Recientemente decidí que quería empezar a desarrollar mis habilidades de dibujo más allá de las caricaturas. He estado improvisando unos bocetos aquí y allá, buscando imágenes en internet o mi imaginación, y he llegado a una sencilla conclusión: me falta mucho para hacer un dibujo decente. Disfruto de hacer garabatos y me gusta ver el papel absorber la tinta de la pluma, pero fuera de eso mis dibujos siguen siendo, de cierto modo, caricaturas.
Otra cosa es obvia: sólo sé dibujar figuras masculinas. Y no sé si mi limitación es personal o cultural, pero pareciera que la razón yace en la manera en la que vemos (o veo) a las mujeres. La tinta marca el comienzo y el final de un espacio, es categórica, son claroscuros donde no existe la textura a terciopelo. Es como querer dibujar un durazno con un gis.
Dibujar a una mujer requiere más delicadeza: se necesitan evitar los grumos y los rayones accidentales. Un error en el dibujo se convierte automáticamente en uno garrafal.

Un día de estos me compro acuarelas.

jueves, 10 de noviembre de 2011

El político

Un hombre panzón afuera de una iglesia o en una fiesta con mariachis, vestido de mezclilla y camisa hablando con otros semejantes – con una panza de igual o mayor magnitud – preguntando: “¿Cómo va el proyecto?”. Esa es la imagen del político parroquial trabajando, la del político barroco que se autodefine como “hombre de partido”. El político moderno, por otro lado, es aquel que no le habla de cara a la gente, sino a un micrófono o a una cámara de video, se esconde detrás de cifras y números aparentemente estériles pero que justifican su actuar. Al contrario del político parroquial, viste un traje sastre en el que intenta esconder la panza que tan ávidamente presume el otro. El primero procura dar la idea de ser similar a los otros, de querer lo mismo; el segundo procura demostrar que es mejor que los otros, de saber cosas que los demás no conocen, y que incluso, de conocerlas, no las entenderían. Ambas figuras comparten el espacio de la política nacional desde hace décadas: los primeros fueron herederos naturales del caciquismo de la Revolución, los segundos fueron producto de la creciente burocracia en las épocas del priismo. Pero ambos, en su propio ámbito privado, tienen más en común de lo que ellos creen. Ya sea en una fiesta con mariachis o detrás de un escritorio, la grilla se manifiesta en fenómenos distintos pero termina siendo esencialmente la misma. Al fin de cuentas, ambos son políticos.
La actividad del político – cualquier clase de político – es similar a la de muchas personas en sus tiempos de ocio. Hablar y decidir, son cosas que hacemos diario, pero por la que no nos pagan; por el contrario, al hombre político se le paga por hablar lo que queremos escuchar y decidir lo que se considere necesario. Dos son sus oficinas: el espacio público y el espacio de negociación. El público es en donde muestra sus máscaras, donde usa su ingenio para disparar a través de varios vectores de opinión con respuestas acertadas y elocuentes –o al menos así debería de ser. El espacio de negociación es en el que muestra su mezquindad, es el que todos sabemos que existe pero nadie quiere ver. Político de parroquia o político moderno, los dos tienen que hacer lo mismo.
El político es el hombre que no es él mismo. Es aquel que declinó su libertad a favor del prestigio social. Incluso el más corrupto de los políticos ha hecho esto: tuvo que pasar por una serie de moldes y formas para llegar a donde está, y, una vez ahí, cada una de sus metas futuras son impulsadas por el mismo combustible que impulsa a los demás políticos: el tener una riqueza determinada por la carencia del otro. Así es, la política se establece por la escasez de unos ante la opulencia de otros, en eso reside el poder.
La política está en todo espacio en donde hay una asimetría en la toma de decisiones. Coerción, cooptación, negociación, privación de la información, son muchas las herramientas que usa el político para mantener viva esta asimetría. Por eso es que la política es un bien tan preciado: es la privatización de las decisiones colectivas. A este respecto, uno no puede evitar ser normativo  – ¿Dónde está la democracia?, ¿Dónde está la participación? –, pero lo cierto es que la mayor parte de los pensadores han llegado a la sensata conclusión de que a esa realidad, a ese sencillo principio de asimetría, no se le puede corregir.
En Gorgias, el clásico diálogo de Platón, Sócrates se aventuró a aseverar que el político era –al contrario de lo que muchos contemporáneos suyos afirmaban – el hombre menos poderoso de todos. Al tener un oficio irremediablemente apegado a la vida pública, su compromiso se hallaba con la verdad y nada más con la verdad, el eje rector de su actuar. El poder del político es, por tanto, nulo. Me atrevería a afirmar que Sócrates tenía razón, en estos tiempos en los que la verdad y la necesidad se han vuelto dos caras de la misma moneda, la política se ha vuelto su sinónimo. La invasión a Irak por parte de Estados Unidos  por la presencia de peligrosas armas de combate, la actual guerra contra el crimen organizado, el irreparable crecimiento económico que merma el medio ambiente en todo el mundo… cada una de estas acciones – o inacciones – han sido tomadas por parte de políticos que aseguran la necesidad de medidas drásticas. El Estado de excepción se ha convertido en regla, y es el político el que resulta víctima del caudal de decisiones drásticas que le trae la providencia. ¿Poder?, ¿Cuál poder?
Político de parroquia o de escritorio, su tarea es persuadir. Persuadirte que es igual que tú o mejor que tú, en esencia no hay ninguna diferencia. El cambio y el progreso es su discurso perpetuo, ellos sólo ven hacia delante, los otros políticos han hecho cosas nocivas que ellos nunca estarían dispuestos a hacer. Nosotros miramos con ojos de escepticismo, y aun así votamos, porque sabemos que la política es la definición del mal necesario. Y sabemos que nuestra decisión simplemente se remite a elegir al menos malo, ya que, si no es él, puede llegar uno igual o más pendejo.
En fin, es el político el que busca la política, y no al revés, el premio no es tan preciado como se cree; la mayor parte de nosotros preferimos escapar de ella, y mientras más lo hagamos más se refuerza el político. Para pertenecer a ese oficio no hace tanta falta ser talentoso o guapo, más bien es necesario tener la firme convicción de querer intercambiar la libertad de opinión y de juicio propio por el privilegio de poder imponer tu "voluntad" ante los demás. Para muchos, el intercambio es poco costoso, para otros, el intercambio nos significa todo. El político no lo sabe, pero cuando es corrupto o simplemente un hijo de puta, lo está haciendo en favor del mismo paradigma que le impuso un sistema que lo moldeó con un cincel. Las máscaras que utiliza en la plaza pública han estado tanto tiempo puestas que su cara se ha asimilado a ellas. El rostro mezquino que muestra en el espacio de negociación se ha deformado tanto, con surcos y cicatrices, que prefiere usar la máscara de la plaza pública adentro de su propia casa. El político no lo sabe, pero es víctima de una maldición, del contrato más perverso de nuestra sociedad: en la vida pública es víctima de la necesidad, en la vida privada es víctima de sí mismo. Es el hombre que no es libre.